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19/8/11

LAS INFLUENCIAS EN MI TRABAJO LITERARIO:

UN HOMENAJE A MI MADRE
Adriano Corrales Arias
Amigos(as) estudiantes y periodistas han preguntado en variadas ocasiones sobre las influencias en mi literatura. Algunas veces he tratado de buscarlas, pero las más las he improvisado lanzando nombres de autores que he leído y, a veces, conocido, y que, supongo, algo tienen que ver con lo que escribo. Últimamente, reflexionando al respecto me doy cuenta que en realidad la mayor influencia que he tenido no es libresca, sino del entorno sociocultural de mi infancia, especialmente, de mi madre.


Francisca Arias Molina nació en San Antonio de Grecia (Rincón de Arias), Alajuela, Costa Rica, el día 26 de diciembre de 1927 y falleció el día 23 de octubre del 2003 a las 16:00 horas, en El Hospital San Carlos de Ciudad Quesada. Sus padres fueron Nicolás Arias Guzmán y María Molina Espinoza. Junto con don Aquiles Corrales Rojas (1923-1993) procreó y crió 12 hijos: Orlando, Adalberto, Deyanira, Sonia María, Marco Luis, José Rafael, Huberth Antonio, Adriano de San Martín, Manrique, Lucrecia, Everardo y Otto Francisco. Todas y todos, a la hora de la escritura de este texto, vivitos y coleando.

Muy joven sus padres se trasladaron a Horquetas de Sarapiquí donde adquirieron una finca. Su padre, don Nicolás, a quien no conocí, falleció muy joven. Al poco tiempo su hermano mayor Manuel murió a causa de una mordedura de serpiente. De tal suerte que con su madre y sus hermanas (sus hermanos menores estaban muy pequeños), especialmente Herminia, María y Rosa, hubieron de hacerle frente al trabajo de hombres en una finca enclavada en plena selva. En la casa/choza a veces amanecían venados dentro. Y el rugido del “tigre” (puma o caucel) era constante en los alrededores. Para viajar a Grecia, por una picada en la montaña a caballo y a pie, se tardaba un día entero.
El trabajo mancomunado no fue suficiente y poco a poco doña María Molina, su madre, fue deshaciéndose de la
finca, hasta que se instalaron en Venecia de San Carlos donde apenas lograron un pequeño, aunque no despreciable, terreno. Allí se conoció con don Aquiles y allí empezó nuestra historia. Por eso Venecia es mi lugar de nacimiento. A los pocos años, mi padre nos trasladó a Marsella de Venecia, donde instaló la única pulpería/cantina/salón de baile. Marsella no era un pueblo sino un paso hacia las abras de muchos campesinos que lidiaban con la tierra, los ríos crecidos, las enfermedades y las fieras. Todo ello conjugado con inviernos de 13 meses, lluvias perpetuas.

Mi padre, junto a esos campesinos, fue uno de los constructores del templo católico. Y colaboró para que se
abriera una escuela. Yo fui de los primeros alumnos cuando abrieron el primer grado, pues mis hermanos mayores viajaban a caballo a la escuela de Venecia. Me inscribieron con cinco años para completar la matrícula y poder contar con una maestra. Para entonces ya sabía leer. ¿Cómo? En los periódicos que recibía mi padre con semanas de retraso y en un enorme Larousse, preciada posesión de mi padre que aún conservo.

Doña Francisca no pudo ir a la escuela. Casi no sabía leer ni escribir. Años más tarde, en Ciudad Quesada, mi
hermano Everardo, con su paciencia franciscana y su vocación humanista, la alfabetizó. En cambio don Aquiles sí fue a la escuela y era un tipo versado en matemática, historia y geografía. Por lo demás, poseía una cultura más ancha pues de joven había vivido y trabajado en la capital. De modo que el letrado era mi padre, pero la verdadera poeta era mi madre. Quiero decir que mi padre, sin proponérselo quizás, me inculcó el amor por la lectura y los libros; y mi madre por la fantasía, la invención y la poesía.

Es que doña Francisca era una cuentacuentos natural. Desde que tengo memoria alcanzo su voz al caer la tarde,
mientras nos preparaba aguadulce o chocolate bien caliente, narrando historias de aparecidos, “luces”, demonios o sencillamente avatares de su niñez. Conseguía la atención inmediata de todos. Y era tan convincente que para ir al
excusado que, lógicamente quedaba fuera de la casa, debía rogar a uno de mis hermanos para que me acompañara. No puedo olvidar los refunfuños y puñetas de ellos en aquéllas horas aciagas.

Por supuesto, esas historias causaron no poco daño en mi “valentía”. Temía profundamente a la oscuridad, a
los demonios, a las serpientes, a las brujas y a toda una gama de personajes que iban desde un aparecido hasta un animal enorme que se despatarraba sobre un puente para no dejar pasar caballos ni jinetes. Téngase en cuenta el entorno rural/montañés y su propicia atmósfera vesperal y nocturna. Ello le agregaba un plus más que misterioso a las narraciones.
Pero no se crea que solamente el contenido de las mismas me fascinaba y me capturaba con un hipnotismo sui generis. Es que mi madre poseía el don de la palabra. Sus personajes y diálogos eran tan verosímiles como envolventes. En una frase corta sintetizaba un carácter, una imagen o un estado psicológico. Igual era capaz de hacer una digresión para regresar al relato de manera nítida. Lo anterior lo corroboraba con mis tíos, sus hermanos, muchas veces protagonistas de las historias. Ellos confirmaban lo narrado pero cuando lo contaban no era lo mismo. Faltaban la enjundia y la fisga narrativa de doña Francisca, además de sus agregados ficcionales. Las elipsis y las pausas eran necesarias, los énfasis, los silencios. Y en esa materia mi madre era una maestra. Luego nos trasladamos a Venecia nuevamente. Y aunque el entorno era un poco más pueblerino y urbano, sus historias continuaron hechizándome. Incluso cuando nos trasladamos a Villa Quesada, una ciudad en franco crecimiento, rogaba para que nos contara sus historias porque nunca se repetía, siempre variaban en forma y contenido. Por cierto, a la Villa nos trasladamos ciertamente por razones económicas, pues mi padre había perdido sus propiedades y había quebrado en sus negocios. Pero fundamentalmente porque mi madre insistió ya que allí podríamos estudiar. Como bien dice mi hermano José Rafael, si nos hubiésemos quedado en Venecia de seguro no pasamos de jornaleros.

Y es que doña Francisca era visionaria y sabía que lo único que nos podían legar como padres, además de su
afectos, su honestidad, su capacidad de trabajo y entrega, aunado a una serie de valores humanistas, era el estudio. Y no se equivocó. Gracias a su esfuerzo y perseverancia pude asistir a la universidad. Igual mis hermanos menores tuvieron la misma oportunidad. Esa capacidad visionaria era igual de fuerte a los saberes acumulados. Mi madre era una experta en hierbas medicinales, en horticultura, cuido de animales domésticos y en recetas centenarias. Siempre tuve la certeza de que si hubiese podido estudiar medicina, por ejemplo, habría alcanzado grandes logros científicos.

Es que a mis once hermanos y a mí nos protegió y sanó de infinitas enfermedades con medicina natural. Claro, a
veces tuvo el apoyo de don Jaime el farmacéutico del pueblo, ya en Venecia. Pero igual fue acumulando una serie de conocimientos sobre el uso de hierbas, frutos y flores en la medicina y en la culinaria. Sus formas de hacer pan, por ejemplo, o “fritos”, sopas y olla de carne, son toda una antología de sabores que aún me hacen salivar. Aprendí con ella a hacer su exquisito y perseguido, por sobrin@s, niet@s y allegados, “pan dulce” o arepas, conocidas en el mundo urbano y aculturado como “pancakes”.

Todo ese “background” sociocultural se transmitía también en sus historias. Para jóvenes oyentes o posmodernos
recién llegados se precisaba traducción intercultural. No era fácil seguir sus recovecos barrocos y de realismo fantástico sin conocer parte de su léxico y/o poseer cierta consistencia histórico-cultural. Porque las historias, que no leyendas, pero casi mitos, se sostenían en un ambiente rural y de montaña donde el oyente debía establecer el contrato de verosimilitud compartiendo la palabra y su significado. Por ello eran deliciosos aquéllos giros lingüísticos ya desaparecidos y provenientes del siglo de oro español. Era evidente que en la genealogía familiar la palabra se había instalado con resonancias arcaicas lejanas; había un auténtico genotexto.

Más tarde me preguntaba cómo doña Francisca era capaz de tremendo vocabulario sin haber leído ningún texto
literario. Acaso los pasajes de la biblia que tuvo que aprender también de oídas en misas o con su madre, coadyuvaron a fortalecerlo. O las radionovelas, porque conocía el Conde de Montecristo al dedillo. Sin embargo, la precisión en los detalles y en los acontecimientos era natural, venía ya con ella y su amplia creatividad. De haber obtenido una educación formal, al menos hasta secundaria, y si no hubiese tenido tantas obligaciones domésticas, acrecentadas por la enfermedad de mi hermano Manrique, discapacitado desde la primera infancia, no dudo de que se habría convertido en una extraordinaria escritora.

Reitero: es ahora que caigo en cuenta de que la mayor influencia literaria que he tenido es la de doña Francisca, mi querida y generosa madre. Porque está claro que literaria y artísticamente hablando, la influencia del entorno en nuestra niñez es decisiva. No crecí entre cuentos de origen europeo o norteamericano, mi infancia no estuvo poblada por príncipes, princesas, gnomos o hadas; sino por personajes provenientes de la mitología popular costarricense aderezados por la capacidad fabuladora de mi madre; personajes propios de su creatividad y de su
amplia cosmovisión y fantasía. Muchos de ellos nacieron a partir de sus mismas vivencias y “visiones”.

Por eso como homenaje a su maravilloso magisterio no puedo más que admitir, un poco tarde, es cierto, su presencia en mi literatura como fundante y fundamental. Tal vez no de forma directa pero sí en cuanto a su humus sociocultural, su intencionalidad y desmesura. Es la herencia más nutritiva y auténtica con que cuento. Y es la que trato de transmitir a mis lectores con la vehemencia, la chispa y la imaginación de doña Francisca. De muchas maneras ella está presente en todos mis escritos.

1 comentario:

William Garbanzo dijo...

Adriano : cuando hablas de tu madre, me parece que era gemela de mi madre ( Blanca Vargas Naranjo Nac 1927 y hoy apachurrada poe el Alzaimer.